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El otro día, terrible noticia, una mujer salió de su casa, seguramente con la idea de no ir demasiado lejos, porque llevaba a su bebito de meses en brazos y su hijo de 5 años con ella. Llegando a la esquina, esperó el semáforo, la luz de paso y cruzó por la senda peatonal, como corresponde. De la nada apareció un colectivo, que dobló por donde no debía doblar, a una velocidad a la que no debería ir,  y haciendo una maniobra impensada se llevó por delante a los tres.

El nene murió en el momento, la madre pudo de alguna manera cubrir al bebé, y con heridas graves, en el cuerpo y en el alma, están vivas.

La irresponsabilidad, la culpa, el poco respeto por las normas, la impunidad con que se manejan estos casos son comunes en esta ciudad, y pasan estas cosas que indignan a la sociedad un día, desatan una ola de quejas y acciones que van languideciendo en la vorágine de lo cotidiano y en la espera del próximo incidente, que sin que pase demasiado tiempo, inexorablemente va a llegar. Les tocará a otros. ¿A nosotros?

En ese mismo instante empezó otra historia para esa familia. Cinco minutos antes, quizás ella  le dio un beso rápido al marido, le habrá dicho voy a buscar algo, me llevo los chicos y enseguida vuelvo. Pero no volvió, y arrancó la pesadilla. Nadie imagina que esto le puede pasar.

Cuando pasan estas cosas, es cuando me acuerdo de pensar que uno se levanta a la mañana, previendo que será un día más, que las horas pasarán según el ritmo que uno le imponga, haciendo planes para la noche, para mañana, para el mes próximo, para las vacaciones del verano, para el cumpleaños de quince o las bodas de plata. Qué difícil pensar que uno puede salir a la mañana y quizás, que ese sea el día en que nos sorprenda la muerte, dejando cosas pendientes: palabras sin decir, disculpas sin pedir, enojos sin perdonar, cosas sin terminar, cajones sin ordenar, cosas íntimas sin guardar… como si anduviéramos por la vida pensando que la muerte es algo que nos va a pasar, pero muy seguros de que eso no va a suceder mañana.

¿No nos sentimos rayando la inmortalidad, por más que nos digamos una y otra vez que somos bien conscientes de lo finito de nuestra vida? ¿No nos olvidamos de esto en el mismo instante que nos dormimos pensando que mañana será otro día? ¿La muerte no es la de los demás, más que la de uno mismo?

La muerte nos va a alcanzar, aunque eso no va a pasar mañana… ¿Quién lo puede asegurar?

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