Mientras trataba de encontrar la sintonía con la kinesiología, mil años atrás, iba trabajando, a la par, en otra cosa. No sé como se me habrá instalado la idea de ser “independiente” saliendo de la mentalidad netamente “bajo dependencia” cultivada en mi casa, pero todo lo que veía por la calle lo evaluaba como un posible emprendimiento propio.

Así, un día de esos que anduve caminando por París me encontré con un negocio que vendía etiquetas autoadhesivas, stickers, que se compraban de a una, cortándolas de un rollo enorme, como si fuera un boleto de colectivo de los de antes, como los del siglo pasado! (acá se vendían en aquel entonces láminas de por lo menos 20 etiquetas por plancha).  Me traje varias. Algunas las usé hasta en la ropa… a ver si crecés algún día, me decía mi madre…  y con las otras empecé un periplo por las imprentas averiguando como fabricarlas acá. Recorrí varias, hasta que di con las que hacían etiquetas, pero en plancha. Seguí buscando, hasta que llegué a las que las hacían en rollo y entre estas la que me hizo el mejor precio. Con el aporte inicial de 150 dólares prestados por mi madre, que increíblemente me hizo pata financiando lo que para ella era mi divague empresarial, arranqué mi minúscula empresa de etiquetas, autoadhesivas, y en rollo! con un primer y único modelo: un corazón rojo. De pasada, aprendí mucho sobre impresiones, pasadas de colores, y troquelados.

El dueño de la imprenta era un señor mayor que tendría más de 75 años, y el lugar, perdido en uno de los mil barrios porteños, gris, oscuro y lúgubre. No sé si fue por lo aburrido que estaría de haber hecho toda la vida las mismas cosas, o porque le habrá resultado divertida la propuesta que aparecía de la mano de una chica que podría haber sido su nieta, aceptó hacer lo que yo buscaba, en una cantidad mínima,  a un costo manejable, y además proponiendo variantes para que resultaran más atractivas. Y sin ser socios en el “negocio” fue como si lo fuera, tan entusiasmado estaba en mi proyecto.

Arranqué con ese único modelo, vendiendo rollitos de 100 etiquetas cada uno, negocio por negocio. Por suerte, porque sé que tengo los NO contados, en un negocio me conectaron con un distribuidor de cosas de librería, y junto con otros que había encontrado yo, como Posters del Tiempo, mis etiquetas empezaron a desparramarse. Eran las únicas en esa época que se vendían de a una, al precio de una moneda o de un vuelto. Hice otros modelos: smiles, manitos de colores, besos, Papá Noel para navidad, con colores y tamaños distintos, y poco a poco, casi sin darme cuenta se pasaron varios años. El imprentero, tan fascinado como yo. Todos felices: negocio viento en popa!

Hasta que abrieron la importación, y de golpe, las librerías se llenaron de etiquetas que se vendían como las mías, con una variedad contra la que era imposible competir. Donde yo tenía un corazón de un color, apareció, por ejemplo: gato, con todas sus variantes: gato con moño, con corbata o sombrero, con mariposa o con corazón, gato dormido o gato despierto, gato jugando, gato sonriendo o gato enojado, gato siamés, gato de angora, gato negro, gato barcino, gato callejero… gato en papel brillante, afelpado, opaco o tornasolado…y  así mil alternativas más.

Imposible competir, y con un poco de tristeza, puse punto final. De las etiquetas que me quedaron, algunas pasaron a ser propiedad de los monstruos y de mis sobrinos, todos chiquitos, y mi casa terminó empapelada de corazones y caritas! El resto lo mandé a una fundación, como Caritas sucias, que juntaba material con que fabricar cosas para después venderlas. Todavía hoy, puede pasar que al abrir un cajón en mi casa aparezcan alguna.  En esto si me dije a mi misma, ¡que bueno fue mientras duró!, y de la mano de los vaivenes que nos da nuestro país, fue el primero pero no el único,   una vez más  fue volver a empezar: buscar otro proyecto.

Y vos, ¿te animaste a hacer algún emprendimiento propio? ¿Te seduce la idea de hacer algo por tu cuenta?